domingo, 22 de agosto de 2010

Jornadas de educación vial

Dado los problemas de accidentes de tránsito que día a día escuchamos en los noticieros, la IMSJ está realizando charlas de concientización del problema como forma de prevenir.
Es por ello que dos inspectores de la división tránsito de la intendencia concurrieron a nuestra escuela y dieron una charla a los alumnos de 4to, 5to y 6to año.

PREVENIR PARA NO LAMENTAR.








domingo, 1 de agosto de 2010

Momentos de lectura



El grito de la grulla

PRÓLOGO

Entre 1939 y 1945, hubo una terrible guerra en la que estuvieron implicados muchos países. Se la recuerda como la segunda guerra mundial. Como en todas las guerras, cientos de miles de militares y civiles murieron en los dos bandos enfrentados. Unos vencieron y otros fueron vencidos, pero todos perdimos un poco. Por eso esperamos que no se repita.

Japón combatía en uno de los bandos. Era una gran potencia económica y militar. Con su afán imperialista quiso ser más grande y fuerte invadiendo otros territorios como China, Filipinas o Nueva Guinea. Frente a Japón, estaban los países aliados —Estados Unidos, Inglaterra...

El final de la guerra vino precedido por el lanzamiento de dos bombas atómicas en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Fue uno de los mayores desastres de la humanidad. Estas ciudades quedaron destrozadas, murieron más de 100.000 personas y otras tantas resultaron heridas.

La historia que les voy a contar se desarrolla allí, en Nagasaki, en aquella fecha.

Parte 1

JUNICHIRO

Anoche soñé que mil grullas volaban por el cielo de mi habitación. Soñé que sus grandes y puntiagudas alas me abanicaban y que sus picos habían enmudecido y ya no graznaban ruidosas como siempre.

—Cuando sea mayor, quiero ser piloto como papá —dije en el desayuno.

—Sí, Junichiro —contestó mamá.

Le di un beso en la mejilla y salí corriendo a la calle. Puse los brazos en cruz y rugiendo el sonido de los motores, corrí por las calles de Nagasaki. El avión iba de lado a lado de la calle, sorteando los árboles, disparando y bombardeándolo todo. De camino ametrallé, con la boca, a la vendedora de fruta que me gritó como todas las mañanas, también a un perro fue se cruzó en el andén. Evitaba los faroles y giraba en torno a los semáforos. El caza pasó rozando junto a la casa de comidas en la persecución de un enemigo al doblar la esquina vi que otros aviones venían a mi encuentro. Entre ellos estaba Noriaki, mi mejor amigo, que me hizo un; saludo militar. A mí me gusta jugar con él, porque es el más fuerte y valiente de todos nosotros. Él sí que será un gran piloto.

Entre todos formamos una escuadrilla y velozmente, en «V» como las grullas, llevamos al patio del colegio.

Allí nos hicimos en fila, los más pequeños delante, los mayores detrás. Cuando suena la sirena de entrada, resignados, bajamos los brazos y caminamos en silencio, cada cual a su clase.

Este año, desde el primer día de curso me siento con Noriaki y antes de que llegue el profesor siempre hablamos de la guerra. Comentamos lo que hemos escuchado en la radio o lo que hemos oído en la calle. Cuando llega el maestro todos se callan, nosotros también.

—Hoy vamos a hablar de las grullas. Seguro que las han visto en alguna ocasión. Son esas aves zancudas que tienen el plumaje gris –el profesor hablaba despacio y moviendo sus arrugadas manos—, salvo la cabeza y la garganta que son negras y la coronilla roja. Vuelan siempre en grandes grupos a gran altura formando una «V»...

Entonces me distraje pensando en las grullas que yo había visto cuando era pequeño.

Vi las grullas por primera vez cuando viajamos a Arasaki. Era otoño y fuimos al paraíso de las grullas, al centro de la isla de Kyushu. Fuimos papá, que es piloto, mamá, que ahora con la guerra trabaja en una fábrica, y yo. Por entonces, tenía cinco años y sólo recuerdo algunas cosas.

Recuerdo que nos acercamos muy despacio, a escondidas, por entre los árboles y esperamos. Recuerdo que pasó poco tiempo y escuchamos un potente grito que nos hizo desviar la mirada hacia el cielo. Unos segundos después aparecieron cientos de grullas que volaban sobre nuestras cabezas. Rompían el silencio de la laguna con su enérgico «gruu». Las grullas llevaban el cuello estirado y agitaban fuertemente las alas.

Me dieron miedo, lo juro, me dieron miedo aquellos animales tan grandes. Las vi bajar despacio, planeando junto a la laguna, mientras me abrazaba a papá. Hundían el pico en el agua y orgullosas levantaban la cabeza tragando algún bicho. Miraban de reojo como si supiesen que las estábamos observando.

Allí estuvimos varias horas viéndolas comer y volar, bailar y pelear. Después nos fuimos a casa.

Recuerdo que ese fue el primer día que vi grullas: grullas aturdidas, grullas ruidosas, amarradas al suelo por una sola pata; grullas grises que dan miedo, grullas de plumas largas, grullas estrepitosas, grullas orgullosas. Grullas que viajan, grullas que vuelan para ver el mundo desde el infinito.

—Papá, ¿por qué las grullas tienen el cogote rojo?.


EL COGOTE ROJO

Cuentan que Keisai y su padre estuvieron, durante varias semanas, construyendo una gran cometa en forma de pez para el día de los niños. Mientras el padre preparaba las varillas y ataba el bastidor, Keisai se dedicó a decorar la tela. Pintó unos grandes ojos negros para que lo miraran desde el cielo y, de diferentes colores, todas y cada una de las escamas. Las había rojas, azules, blancas y marrones, violetas y doradas. Era un pez multicolor.

Por fin llegó el quinto día del quinto mes, el día de los niños en Japón. Aquel día, Keisai y su padre se levantaron bastante temprano y fueron al campo para volar la cometa. Fueron los primeros en llegar y en notar la brisa fresca de la mañana. Era un día propicio para que aquella carpa gigante surcara el espacio infinito.

Desplegaron la cometa y bien sujeta por las manos de Keisai fue ganando altura. El niño soltaba cuerda poco a poco mientras veía cómo bailaba movida por el viento. Un viento suave que se tornaba, a veces, esquivo y que requería toda la atención de Keisai. La cometa subió tan alto que, incluso, podía rozar las nubes, susurrarles que era un día de fiesta y que su dueño, Keisai, había construido la cometa más hermosa.

Pero acertó a pasar por allí una grulla. Una grulla rezagada, perdida del resto del grupo. Volaba ausente. Tan despistada que sin darse cuenta se metió en la boca del pez volador y se enredó entre sus cuerdas. La cometa, con el nuevo inquilino, comenzó a deslazarse enloquecida de un sitio a otro, a volar con movimientos torpes e imprecisos. Hasta que dando giros fue a caer al suelo por el peso le la grulla.

Cuando Keisai recogió la cometa se llevó una sorpresa. Encontró en el interior a la ,rolla que, con la caída, estaba malherida, cabía perdido alguna de sus plumas y, además, tenía rota un ala.

Llevaron la grulla a casa y muchos fueron os cuidados y el cariño que pusieron Keisai y u padre para curarla. Colocaron en el ala herida unas cañas de bambú a modo de cabestrillo y la ataron para que quedara inmovilizarla.

Todos los días Keisai recogía insectos y usamos para que su grulla estuviera bien alimentada. Después de comer, permanecía allí con ella acariciando sus plumas. Keisai sabía que estaba triste sin su familia, sin sus amigos, por eso la consolaba y le decía con tiernas palabras que pronto, muy pronto, podría volar.

Pasaron los días. La grulla se curó de sus heridas y Keisai quiso saber sí podía volar. La llevó al campo y la dejó suelta. La grulla se marchó corriendo, cogió velocidad, pero por mucho que lo intentó no pudo elevarse más de un metro. Saltaba y palmeaba con sus alas, pero estaba tan débil que fue incapaz de volar.

Keisai regresó muy preocupado a casa. Pensó que jamás podría volar. Por un lado, le alegraba porque se había encariñado con la grulla, y entonces seguiría con ellos, como su mascota. Pero también le entristecía saber que la grulla no sería feliz así, sin su familia, y sobre todo sin poder volar de un lugar a otro.

Aquella noche, Keisai no pudo dormir pensando en la grulla; la imaginaba envejeciendo y muriendo de tristeza en su casa.

Pero al día siguiente le dijo a su padre que tenía la solución, que sabía cómo hacer que la grulla volara. Podían subirla a la cometa y hacerla volar.

Montaron a la grulla en la cometa y, soltando cuerda, comenzó a ascender. Cuando estuvo a suficiente altura, Keisai hizo que la cometa girase con brusquedad y la grulla quedó en el aire. Extendió las alas y con un suave aleteo consiguió mantenerse volando. Pero estaba tan débil que apenas pudo planear hasta posarse de nuevo en el suelo.

Lo volvieron a intentar de nuevo un día y otro, y la grulla se mantenía cada vez más tiempo en el aire. Hasta que, transcurrida una semana, la grulla aguantó mucho tiempo volando, incluso desde el suelo fue capaz de alzar el vuelo.

Aquel día, Keisai se puso muy contento. Se acercó a la grulla y con lágrimas en los ojos le dio un beso y se despidió, pues sabía que era el último día que iban a estar juntos. Además, coincidía con la llegada de otras grullas que, como todos los años, volvían a la isla para pasar el invierno.

Keisai vio cómo la grulla se alejaba sin mirar atrás. Majestuosa impulsaba sus alas, estiraba el cuello y gritaba mientras se acercaba a las otras. Toda la bandada desapareció buscando los campos de arroz y las lagunas.

Pasó algún tiempo y Keisai, que casi había olvidado a la grulla, decidió volar su cometa, aquel pez volador comedor de grullas. Fue con su padre al campo y allí la soltaron. Aquel día hacía mucho viento y la cometa giraba y giraba sin parar, subía y bajaba manejada por las firmes manos de Keisaí. Llegó una ráfaga muy fuerte de viento y se llevó la cometa. Keisai no pudo hacer otra cosa que gritar y ver cómo su carpa multicolor se marchaba incontrolada por el cielo.

Pero descubrió cómo una mancha gris iba tras ella. Esa mancha era una grulla, la gruUa que él había cuidado durante meses. Keisai vio cómo la grulla seguía el zigzagueante ascenso de la cometa. Ambas se alejaron de la tierra hasta desaparecer en la profundidad del firmamento.

Alcanzaron la oscuridad del universo y desde allí, sorteando las estrellas, llegaron junto al ardiente sol. En aquel momento, cuando la cometa iba a quemarse, la grulla hizo un último esfuerzo y la agarró con el pico, pero no pudo evitar rozar con la cabeza al sol, y éste la quemó. Sólo tuvo que dejarse caer y planear hasta llegar junto a Keisai, que la esperaba dando saltos de alegría. Había recuperado su cometa y, además, volvía a estar cerca de su gran amiga a quien dio las gracias.

Keisai comprobó que tenía la cabeza roja de la quemazón del sol. La grulla se marchó, Keisai le dijo adiós con las manos, y nunca más supo de ella.

Algunos aseguran que desde entonces todas las grullas tienen la cabeza de color rojo como la amiga de Keisai.